Torquemada en la cruz

Torquemada en la cruz

Torquemada en la cruz

  • Autor:
    Benito Pérez Galdós
  • ISBN:9788497704977
  • Colección:Episodios Nacionales
  • Categoría:Biografías, literatura y estudios literarios; Ficción y temas afines; Textos antiguos, clásicos y medievales; Ficción: general y literaria
  • Temática:Ficción moderna y contemporánea: general y literaria, Textos antiguos, clásicos y medievales
  • Páginas:53
  • Idioma:Español / Castellano
  • Editorial:Vision Libros
  • Código de Producto:317
  • Disponibilidad: Disponible
  • Formato de este producto: PDF
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Pues señor... fue el 15 de Mayo, día grande de Madrid (sobre este punto no hay desavenencia en las historias), del año... (esto sí que no lo sé; averígüelo quien quiera averiguarlo), cuando ocurrió aquella irreparable desgracia que, por más señas, anunciaron cometas, ciclones y terremotos, la muerte de doña Lupe la de los pavos, de dulce memoria.

Y consta la fecha del tristísimo suceso, porque D. Francisco Torquemada, que pasó casi todo aquel día en la casa de su amiga y compinche, calle de Toledo, número... (tampoco sé el número, ni creo que importe) cuenta que, habiendo cogido la enferma, al declinar la tarde, un sueñecito reparador que parecía síntoma feliz del término de la crisis nerviosa, salió él al balcón por tomar un poco el aire y descansar de la fatigosa guardia que montaba desde las diez de la mañana; y allí se estuvo cerca de media hora contemplando el sin fin de coches que volvían de la Pradera, con estruendo de mil demonios; los atascos, remolinos y encontronazos de la muchedumbre, que no cabía por las dos aceras arriba; los incidentes propios del mal humor de un regreso de feria, con todo el vino y el cansancio del día convertidos en fluido de escándalo. Entreteníase oyendo los dichos germanescos que, como efervescencia de un líquido bien batido, burbujeaban sobre el tumulto, revolviéndose con doscientos mil pitidos de pitos del Santo, cuando...

«Señor -le dijo la fámula de doña Lupe, dándole tan tremendo palmetazo en el omóplato 2, que el hombre creyó que se le caía encima el balcón del piso segundo-, señor, venga, venga acá... Otra vez el accidente. De esta me parece que se nos va».

Corrió a la alcoba D. Francisco, y en efecto, a doña Lupe le había dado la pataleta. Entre el amigo y la criada no la podían sujetar; trincaba la buena señora los dientes; en sus labios hervía una salivilla espumosa, y sus ojos se habían vuelto para dentro, como si quisieran cerciorarse por sí mismos de que ya las ideas volaban dispersas por esos mundos. No se sabe el tiempo que duraron aquellas fieras convulsiones. Pareciéronle a D. Francisco interminables, y que se acababa el día de San Isidro y le seguía una larguísima noche, sin que doña Lupe entrase en caja. Mas no habían sonado las nueve, cuando la buena señora se serenó, quedándose como lela. Diéronle de un brebaje, cuya composición farmacológica no consta en autos, como tampoco el nombre de la enfermedad, se mandó recado al médico, y hallándose la enferma en completa quietud de miembros, precursora de la del sepulcro, con toda la vida que le restaba asomándose a los ojos, otra vez vivos y habladores, comprendió Torquemada que su amiga quería hablarle, y no podía. Ligera contracción de los músculos de la cara indicaba el esfuerzo para romper el lúgubre silencio. La lengua al fin, pellizcada por la voluntad, se despegó, y allá fueron algunas frases que sólo D. Francisco con su sutil oído y su conocimiento de cuanto pudiera pensar y decir la de los pavos podía entender.

«Sosiéguese ahora...-le dijo-. Tiempo tenemos de hablar todo lo que nos dé la gana sobre esa incumbencia».

-Prométame hacer lo que le dije, D. Francisco -murmuró la enferma alargando una mano, como si quisiera tomar juramento-. Hágalo, por Dios...

-Pero, señora... ¿Usted sabe...? ¿Cómo quiere que...?

-¿Y cree usted que yo, su amiga leal -dijo la viuda de Jáuregui, recobrando como por milagro toda la facultad de palabra-, puedo engañarle? En ningún caso le aconsejaría cosa contraria a sus intereses, menos ahora, cuando veo las puertas de la eternidad abiertas de par en par delante de mí... cuando siento dentro de mi pobre alma la verdad, sí, la verdad, Sr. D. Francisco, pues desde que recibí al Señor... Si no me falla la memoria, ha sido ayer por la mañana.

-No señora, ha sido hoy, a las diez en punto -replicó él, satisfecho de rectificar un error cronológico.

-Pues mejor: ¿había yo de engañarle... con el Señor acabadito de tomar? Oiga la santa palabra de su amiga, que ya le habla desde el otro mundo, desde la región de... de la... tentativa frustrada de dar un giro poético a la frase.

«Y añadiré que lo que le predico le vendrá de perillas para el cuerpo y para el alma, como que resultará un buen negocio, y una obra de misericordia, en toda la extensión de la palabra... ¿No lo cree?...».

-¡Oh!, yo no digo que...

-Usted no me cree... y algún día le ha de pesar si no lo hace... ¡Que siento morirme sin que podamos hablar largamente de esta peripecia! Pero usted se eternizó en Cadalso de los Vidrios, y yo en este camastro, consumiéndome de impaciencia por echarle la vista encima.

-No pensé que estuviera usted tan malita. Hubiera venido antes.

-¡Y me moriré sin poder convencerle!... D. Francisco, reflexione, haga caso de mí, que siempre le he aconsejado bien. Y para que usted lo sepa, todo moribundo es un oráculo, y yo muriéndome le digo: Sr. D. Paco, no vacile un momento, cierre los ojos y...

Pausa motivada por un ligero amago. Intermedio de visita del médico, el cual receta otra pócima, y al partir, en el recodo del pasillo, pronostica, con sólo alargar los labios y mover la cabeza, un desenlace fúnebre. Intermedio de expectación y de friegas desesperadas. D. Francisco, desfallecido, pasa al comedor, donde en colaboración con Nicolás Rubín, sobrino de la enferma, despacha una tortilla con cebolla, preparada por la sirvienta en menos que canta un gallo. A las doce, doña Lupe, inmóvil y con los ojos vigilantes, pronunciaba frases de claro sentido, pero sin correlación entre sí, truncadas, sin principio las unas, sin fin las otras. Era como si se hubiera roto en mil pedazos el manuscrito de un sabio discurso, convirtiéndolo en papeletas, que después de bien revueltas en un sombrero, se iban sacando, a semejanza del juego de los estrechos. Oíala Torquemada con profunda pena, viendo cómo se desbandaban las ideas en aquel superior talento, palomar hundido y destechado ya.

«Las buenas obras son la riqueza perdurable, la única que, al morirse una, pasa a la cuenta corriente del Cielo... En la puerta del Purgatorio le dan a una una chapa, y luego, el día que se saca ánima, cantan: 'número tantos', y sale la que le toca... La vida es muy corta. Se muere una cuando cree que todavía está naciendo. Debieran darle a una tiempo para enmendar sus equivocaciones... ¡Qué barbaridad!, con el pan a doce, y el vino a seis, ¿cómo quieren que haya virtud? La masa obrera quiere ser virtuosa y no la dejan. Que San Pedro bendito mande cerrar las tabernas a las nueve de la noche, y veremos... Voy pensando que el morirse es un bien, porque si una viviera siempre y no hubiese entierros ni funerales, ¿qué comerían los ministros del Señor?... Veintiocho y ocho debieran ser cuarenta; pero no son más que treinta y seis... Eso por andar la aritmética, desde que el mundo es mundo, tan mal apañada, en manos de maestros de escuela y de pasantes que siempre tiran a la miseria, a que triunfe lo poco, y lo mucho se... fastidie».

Tuvo un ratito de lucidez, en el cual, mirando cariñosamente a su compinche, que junto al lecho era un verdadero espantajo de conmiseración silenciosa, volvió al tema de antes con igual insistencia: «Mire que me voy persuadida de que lo hará... No, no menee la cabeza».

-Pero si no la meneo, mi señora doña Lupe, o la meneo para decir que sí.

-¡Oh, qué alegría! ¿Qué ha dicho?

Torquemada afirmaba, sin reparo de falsificar sus intenciones ante un moribundo. Bien se podía consolar con un caritativo embuste a quien no había de volver a pedir cuenta de la promesa no cumplida.

«Sí, sí, señora -agregó-, muérase tranquila... digo, no; no hay que morirse... ¡cuidado!, quiero decir, que se duerma con toda tranquilidad... Con que... a dormirnos tocan».

Doña Lupe cerró los ojos; pero no tardó en abrirlos otra vez, trayendo con el resplandor de ellos una idea nueva, la última, recogida de prisa y corriendo como un bulto olvidado que el viajero descubre en un rincón, en el momento de partir. «¡Si sabré yo lo que me pesco al recomendarle que se junte con esa familia! Debe hacerlo por conciencia, y si me apura, hasta por egoísmo. ¿Usted sabe, usted sabe lo que puede sobrevenir?». Hizo esta pregunta con tanto énfasis, moviendo ambos brazos en dirección del asustado rostro del prestamista, que este se previno para sujetarla, viendo venir otro delirio con traqueteo epiléptico. «¡Ay! -añadió la señora, clavando en Torquemada una mirada maternal-, yo veo claro que ha de sobrevenir, porque el Señor me permite adivinar las cosas que a usted le convienen... y adivino que con su ayuda ganarán mis amigas el pleito... Como que es de justicia que lo ganen. ¡Pobre familia! Mi Sr. D. Francisco les lleva la suerte... Arrimamos el hombro, y pleito ganado. La parte contraria hecha un trapo miserable; y usted... No, no se han inventado todavía los números con que poder contar los millones que va usted a tener... ¡Perro, si no lo merece, por testarudo y por los moños que se pone!... ¡Menudo pleitazo! Sepa (bajando la voz, en tono de confidencia misteriosa), sepa D. Francisco, que cuando lo ganen, poseerán todita la huerta de Valencia, toditas las minas de Bilbao, medio Madrid en casas, y dos terceras partes de la Habana, en casas también... Ítem, una faja de terreno de veinte y tantas leguas, de Colmenar de Oreja para allá, y tantas acciones del Banco de España como días y noches tiene el año; con más siete vapores grandes, grandes, y la mitad, próximamente, de las fábricas de Cataluña... Ainda mais, el coche correo de colleras que va de Molina de Aragón a Sigüenza, un panteón soberbio en Cabra, y no sé si treinta o treinta y cinco ingenios, los mejorcitos, de la isla de Cuba... y añada usted la mitad del dinero que trajeron los galeones de América, y todo el tabaco que da la Vuelta Abajo, y la Vuelta Arriba, y la Vuelta grande del Retiro...».

Y no dijo más, o no pudo entender don Francisco las cláusulas incoherentes que siguieron, y que terminaron en gemidos cadenciosos. Mientras doña Lupe agonizaba, paseábase en el gabinete próximo con la cabeza mareada de tanto ingenio de Cuba y de tanto galeón de América como le metió en ella, con exaltación de moribunda delirante, su infeliz amiga.

La cual tiró hasta las tres de la mañana. Hallábase mi hombre en la sala, hablando con una vecina, cuando entró el clérigo Nicolás Rubín, y consternado, pero sin perder su pedantería en ocasión tan grave, exclamó: Transit.

«¡Bah!, ya descansó la pobrecita» -dijo Torquemada, como dando a la difunta el parabién por la terminación de su largo padecimiento. No quiere decir esto que no sintiese la muerte de su amiga: pasados algunos minutos después de oído aquel lúgubre transit, notó un gran vacío en su existencia. Sin duda doña Lupe le había de hacer mucha falta, y no encontraría él, a la vuelta de una esquina, quien con tanta cordura y desinterés le aconsejase en todos los negocios. Caviloso y triste, midiendo con vago mirar del espíritu las extensiones de aquella soledad en que se quedaba, recorrió la casa, dando órdenes para lo que restaba que hacer. No faltaron allí parientes, deudos y vecinas que, con buena voluntad y todo el cariño que se merecía la difunta, le hicieron los últimos honores, esta rezando cuanto sabía, aquella ayudando a vestirla con el hábito del Carmen. De acuerdo con el presbítero Rubín, dictó D. Francisco acertadas disposiciones para el entierro, y cuando estuvo seguro de que todo saldría conforme a los deseos de la finada y al decoro de la familia y de él mismo, pues como amigo tan antiguo y principal, al par de la propia familia se contaba, retirose a su domicilio, echando suspiros por la escalera abajo y por la calle adelante. Ya despuntaba la aurora, y aún se oían, a lo largo de las calles obscuras, pitidos de pitos del Santo, sonando estridentes por haberse cascado el tubo de vidrio. Oía también D. Francisco pasos arrastrados de trasnochantes y pasos ligeros de madrugadores. Sin hablar con nadie ni detenerse en parte alguna, llegó a su casa en la calle de San Blas, esquina a la de la Leche.


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