La pena de muerte en el Banquillo

La pena de muerte en el Banquillo

La pena de muerte en el Banquillo

  • Autor:
    Niceto Blázquez
  • ISBN:9788417117269
  • Colección:Filosofía y pensamiento
  • Categoría:Derecho; Matemáticas y ciencias; Sociedad y ciencias sociales; Derecho internacional; Biología, ciencias de la vida; Sociedad y cultura: general
  • Temática:Cuestiones éticas: pena capital, Derecho internacional público: Derecho penal, Bioética
  • Tamaño:170 x 240mm
  • Páginas:260
  • Idioma:Español / Castellano
  • Interior:B&N (Estándar) + Color (Estándar)
  • Editorial:Liber Factory
  • Código de Producto:7450
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Hubieron de pasar muchos siglos de discusión sobre la legitimidad ética de la pena de muerte como castigo legal contra delincuentes sociales del más alto voltaje. Nunca se vio claro que tamaño castigo pudiera encajar con el correcto uso de la razón penal y menos aún con los hechos y dichos de Jesucristo. Y no obstante, teólogos, moralistas famosos, políticos, legisladores, jueces y hasta algunos Papas, trataron a lo largo de la historia de convencernos de que lo blanco es negro y lo negro blanco cuando se trata del trato penal que se ha de dar a algunos actos delictivos muy graves. Eso sí, con tiempo para planificar la ejecución de los reos, con plena conciencia y libertad para analizar los hechos y establecer el ritual de ejecución de forma que los encargados de eliminar al reo cumplan estrictamente lo establecido por la ley. Ni más ni menos. Obviamente, había que costear también el mantenimiento de los instrumentos del suplicio y pagar al verdugo un sueldo adecuado para que estuviera siempre dispuesto a llevar a cabo sus servicios legales por el bien de la sociedad.
Pero aquí está justamente el nudo gordiano de la cuestión que muchos no quisieron o no supieron desenlazar. ¿Qué es mayor delito, matar a otro por locura, pasión, odio incontrolable, ignorancia o por miedo extremo, o matarlo de forma premeditada de acuerdo con un ritual sádico legalmente establecido por los legisladores y aplicado luego por jueces y verdugos de oficio? En el homicidio legal, que tiene lugar con la aplicación de la pena de muerte, no existe ningún atenuante a favor de los ejecutores de la ley penal sino todo lo contrario: agravantes de homicidio directo y voluntario. La naturaleza objetiva del acto de ejecutar al reo con el amparo de la ley, la premeditación serena y libre con la que se lleva a cabo el mismo y las circunstancias rituales establecidas para cumplir fielmente con la ley, no son atenuantes morales sino agravantes, que echan por tierra la presunta inocencia de todas aquellas personas que de una u otra forma colaboran en la ejecución de los condenados a la pena de muerte.
Contra todos los tópicos manidos a lo largo de los siglos, hay que poner fuera de combate la idea de que la pena de muerte haya sido o pueda ser jamás un bien para la sociedad inundada por la peste delictiva, ni una acción de legítima defensa o una medicina contra los grandes virus delictivos. Ni la recta razón ni Jesucristo están ahí para curar y salvar a los enfermos más graves matándolos legalmente. Volteando las campanas de san Agustín sobre los entierros celebrados por causa de la pena capital a lo largo de los siglos, cabe exclamar muy en voz alta: viva la vida de todos, la de los inocentes y la de los culpables, y muera la delincuencia. ¡Muera el pecado pero no el pecador, para que se convierta y viva! Y el que tenga oídos para oír que oiga.
Empecé a estudiar el tema de la pena de muerte el año 1975 cuando por primera vez me encontré ante la posibilidad de que algunos delincuentes fueran condenados a muerte como castigo legal por sus delitos. En el año 1980 apareció mi libro sobre Los dere¬chos del hombre, pero todavía no veía yo del todo claro por aquella fecha hasta qué punto se podía negar a la legítima autoridad del Estado el derecho a instituir dicha pena como castigo contra algunos malhechores. Por una parte me resultaba imposible compaginar la pena capital con los principios básicos de la ética cristiana, en la que Cristo perfeccionó la moral del Antiguo Testamento. Pero al mismo tiempo me quedaba alguna duda sobre la presunta legitimidad ética de tamaño castigo impuesto por la autoridad del Estado aplicando el principio aristotélico-tomista del todo y las partes en nombre del bien común de la entera sociedad. Teóricamente esta posibilidad no me parecía descartable de forma absoluta pero su aplicación práctica me horrorizaba como a cualquier persona que no ha perdido su sensibilidad humana.
Una mayor profundización en el pensamiento de S. Agustín y de santo Tomás, así como de la tradición canónica de la iglesia primiti¬va y de la exégesis moderna más autorizada me sacó de toda duda y me convencí de que, incluso desde el punto de vista teórico y racional, la validez ética de la pena de muerte como cas¬tigo legal, aunque sea impuesto por la legítima autoridad del Estado, resulta totalmente insostenible, vistas las cosas desde una perspecti¬va realista de la dignidad radical de todo ser humano y de su dere¬cho inviolable a la vida, por más que su personalidad moral sea sumamente perversa o antisocial.
Los ataques terroristas y otros crímenes horrorosos de la época pusieron a muchos en la tentación de recurrir a la pena de muerte como respuesta adecuada por parte del Estado a esas formas horribles de conducta. Por otra parte, en el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica de 1992, había una mención de la pena capital que hizo correr mucha tinta, con lo cual el asunto se puso en la cresta de la actualidad. Esta fue la razón principal por la que publiqué en 1994 el libro Pena de muerte, en el que me propuse expresar mi opinión definitiva contra la existencia y aplicación de tan magno castigo, tanto desde el ángulo de la ética cristiana como de la simple razón humana y de los sentimientos más genuinos de humanidad. Bien sabe Dios que mi intención entonces fue dar por cerrada esta cuestión para siempre. Sin embargo nunca puede decirse "de esta agua no beberé más" y en el año 2012 me pareció oportuno volver sobre el tema impulsado por las razones siguientes.
Primero, porque en muchas partes del mundo seguían produciéndose las ejecuciones sin escrúpulos a pesar del movimiento abolicionista ya existente y las protestas en aumento contra la pena capital. En segundo lugar, en Roma fue defendida una tesis doctoral en la que mis razonamientos contra la pena de muerte fueron objeto de una tesis doctoral publicada el año 2006 con el título siguiente: La argumentación sobre la pena de muerte en Niceto Blázquez y en Ernest van den Haag, siendo su autor Ignacio Campos Fernández Figares.
En pocas palabras diré, por lo que se refiere a mí, que encontré mal enfocada desde el principio y peor dirigida la forma de estudiar y valorar mi pensamiento, por lo cual no manifesté interés ninguno por celebrar un cambio de impresiones con el autor. En cualquier caso me pareció interesante el hecho de que el autor reconociera que, tanto mis razones contra la pena de muerte, como las de Ernest van den Haag a favor, habían calado hondo entre los autores contemporáneos europeos que discutían sobre la pena capital y por lo que habían merecido su atención preferencial como tema de su tesis doctoral. Pero, al margen de las graves deficiencias de esta tesis en su planteamiento del problema, con la aquiescencia supongo del director reglamentario de la misma, el solo hecho de que mis razonamientos hubieran sido objeto especial de estudio me hizo pensar en la conveniencia de volver sobre el tema pensando siempre en los condenados a muerte y en aquellas personas que tratan de encontrar apoyo moral para la defensa de la vida humana, tanto de los inocentes como de los culpables.
En esta misma línea surgió otro motivo determinante para volver sobre el tema que nos ocupa. En enero de 1997 recibí la carta siguiente:


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