La vuelta al mundo en 80 días

La vuelta al mundo en 80 días

La vuelta al mundo en 80 días

  • Autor:
    Julio Verne
  • ISBN:9788497705523
  • Categoría:Ficción y temas afines; Ficción: general y literaria
  • Temática:Ficción clásica: general y literaria
  • Páginas:32
  • Idioma:Español / Castellano
  • Editorial:Vision Libros
  • Código de Producto:401
  • Disponibilidad: Disponible
  • Formato de este producto: PDF
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En el año 1872, la casa número 7 de SavilleRow, Burlington Gardens donde murió Sheridan en 1814 estaba habitada por Phileas Fogg, quien a pesar de que parecía haber tomado el partido de no hacer nada que pudiese llamar la atención, era uno de los miembros más notables y singulares del Reform­Club de Londres.

Por consiguiente, Phileas Fogg, personaje enigmá­tico y del cual sólo se sabía que era un hombre muy galante y de los más cumplidos gentlemen de la alta sociedad inglesa, sucedía a uno de los más grandes oradores que honran a Inglaterra.

Decíase que se daba un aire a lo Byron su cabe­za, se entiende, porque, en cuanto a los pies, no tenía defecto alguno, pero a un Byron de bigote y pasti­llas, a un Byron impasible, que hubiera vivido mil años sin envejecer.

Phileas Fogg, era inglés de pura cepa; pero quizás no había nacido en Londres. Jamás se le había visto en la Bolsa ni en el Banco, ni en ninguno de los despa­chos mercantiles de la City. Ni las dársenas ni los docks de Londres recibieron nunca un navío cuyo armador fuese Phileas Fogg. Este gentleman no figu­raba en ningún comité de administración. Su nombre nunca se había oído en un colegio de abogados, ni de en Gray's Inn. Nunca informó en la Audiencia del canciller, ni en el Banco de la Reina, ni en el Echequer, ni en los Tribunales Eclesiásticos. No era ni industrial, ni negociante, ni mercader, ni agricultor. No formaba parte ni del Instituto Real de la Gran Bretaña ni del Instituto de Londres, ni del Instituto de los Artistas, ni del Instituto Russel, ni del Instituto Literario del Oeste, ni del Instituto de Derecho, ni de ese Instituto de las Ciencias y las Artes Reunidas que está coloca­do bajo la protección de Su Graciosa Majestad. En fin, no pertenecía a ninguna de las numerosas Sociedades que pueblan la capital de Inglaterra, desde la Sociedad de la Armónica hasta la Sociedad Entoniológica, fun­dada principalmente con el fin de destruir los insectos nocivos.

Phileas Fogg era miembro del ReformClub, y nada más.

Al que hubiese extrañado que un gentleman tan misterioso alternase con los miembros de esta digna asociación, se le podría haber respondido que entró en ella recomendado por los señores Baring Hermanos. De aquí cierta reputación debida a la regularidad con que sus cheques eran pagados a la vista por el saldo de su cuenta corriente, invariablemente acreedor.

¿Era rico Phileas Fogg? Indudablemente. Cómo había realizado su fortuna, es lo que los mejor infor­mados no podían decir, y para saberlo, el último a quien convenía dirigirse era míster Fogg. En todo caso, aun cuando no se prodigaba mucho, no era tam­poco avaro, porque en cualquier parte donde faltase auxilio para una cosa noble, útil o generosa, solía pres­tarlo con sigilo y hasta con el velo del anónimo.

En suma, encontrar algo que fuese menos comuni­cativo que este gentleman, era cosa difícil. Hablaba lo menos posible y parecía tanto más misterioso cuanto más silencioso era. Llevaba su vida al día; pero lo que hacía era siempre lo mismo, de tan matemático modo, que la imaginación descontenta buscaba algo más allá.

¿Había viajado? Era probable, porque poseía el inapamundi mejor que nadie. No había sitio, por ocul­to que pudiera hallarse del que no pareciese tener un especial conocimiento. A veces, pero siempre en pocas breves y claras palabras, rectificaba los mil pro­pósitos falsos que solían circular en el club acerca de viajeros perdidos o extraviados, indicaba las probabi­lidades que tenían mayores visos de realidad y a menudo, sus palabras parecían haberse inspirado en una doble vista; de tal manera el suceso acababa siem­pre por justificarlas. Era un hombre que debía haber viajado por todas partes, a lo menos, de memoria.

Lo cierto era que desde hacía largos años Phileas Fogg no había dejado Londres. Los que tenían el honor de conocerle más a fondo que los demás, atesti­guaban que excepción hecha del camino diariamen­te recorrido por él desde su casa al club nadie podía pretender haberio visto en otra parte. Era su único pasatiempo leer los periódicos y jugar al whist. Solía ganar a ese silencioso juego, tan apropiado a su natu­ral, pero sus beneficios nunca entraban en su bolsillo, que figuraban por una suma respetable en su presu­puesto de caridad. Por lo demás bueno es consig­narlo, míster Fogg, evidentemente jugaba por jugar, no por ganar. Para él, el juego era un combate, una lucha contra una dificultad; pero lucha sin movimien­to y sin fatigas, condiciones ambas que convenían mucho a su carácter.


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