La reina Margot

La reina Margot

La reina Margot

  • Autor:
    Alejandro Dumas
  • ISBN:9788497702720
  • Colección:Clásicos de la literatura
  • Categoría:Ficción y temas afines; Ficción: general y literaria
  • Temática:Ficción moderna y contemporánea: general y literaria
  • Páginas:354
  • Idioma:Español / Castellano
  • Editorial:Vision Libros
  • Código de Producto:800
  • Disponibilidad: Disponible
  • Formato de este producto: PDF
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PRIMERA PARTE

I

EL LATÍN DEL DUQUE DE GUISA

El lunes 18 de agosto de 1572 se celebraba en el Louvre una gran fiesta.
Las ventanas de la gran residencia, habitualmente a oscuras, se hallaban profusamente iluminadas; las calles y las plazas contiguas, siempre solitarias en cuanto se oían las nueve campanadas en Saint-Germain d'Auxerre, estaban, aun siendo ya media noche, atestadas de gente. Aquella multitud apretujada, amenazadora y escandalosa parecía en la oscuridad de la noche un mar tenebroso y revuelto, cuyo ímpetu rompía en oleadas murmuradoras y cuyo caudal, desembocando por la calle de Fossés-Saint-Germain y por la de l'Astruce, fluía al pie de los muros del Louvre, batiendo con su reflujo las paredes del palacio de Borbón, que se elevaba enfrente.
A pesar de la fiesta real, o quizá debido a ella, la muchedumbre ofrecía un aspecto poco tranquilizador. El pueblo ignoraba que semejante solemnidad, en la que tan sólo tomaba parte como simple espectador, no era sino el preludio de otra, aplazada para ocho días después, a la que sí sería convidado y a la que asistiría sin recelo alguno.
Celebraba la corte las bodas de doña Margarita de Valois, hija del rey Enrique II y hermana del rey Carlos IX, con Enrique de Borbón, rey de Navarra. Aquella misma mañana, el cardenal de Borbón los había casado, sobre una tribuna erigida frente a la puerta de Nótre-Dame, siguiendo el ceremonial de rigor en las bodas de las princesas de Francia.
Este matrimonio sorprendió a todo el mundo y dio mucho que pensar a los más perspicaces. Nadie se explicaba cómo se habían reconciliado dos partidos como el protestante y el católico, que tanto se odiaban en aquella época. ¿Perdonaría el joven príncipe de Condé al duque de Anjou, hermano del rey, la muerte de su padre, asesinado en Jarnac por Montesquieu? Y el joven duque de Guisa ¿perdonaría al almirante Coligny la muerte del suyo, asesinado en Orleáns por Poltrot de Meré? Más aún: Juana de Navarra, la valiente esposa del débil Antonio de Borbón, que condujera a su hijo Enrique a este regio enlace, había muerto, apenas hacía dos meses, y corrían singulares rumores acerca de tan repentina muerte. En todas partes se comentaba a media voz, y en algunos lugares se llegó a decir en voz alta que Catalina de Médicis, temerosa de que revelara algún terrible secreto, la había envenenado con unos guantes perfumados, obra de un tal Renato, florentino muy hábil en tales menesteres. El rumor se propagó, adquiriendo mayores visos de verosimilitud cuando, después de la muerte de la reina, a petición de su hijo, dos médicos, uno de los cuales era el famoso Ambrosio Paré, fueron autorizados para abrir y estudiar el cadáver, excepción hecha del cerebro. Como quiera que Juana de Navarra había sido envenenada por la vía del olfato, sólo el cerebro, única parte del cuerpo excluida de la autopsia, podía presentar huellas del crimen. Y empleamos esta palabra porque nadie dudó que se trataba de un crimen.
No acababan aquí los motivos de extrañeza. Señalemos particularmente con qué empeño, lindante con la obstinación, había tomado el rey Carlos esta boda; bien es verdad que no solamente restablecía la paz en su reino, sino que atraía a París a los principales hugonotes de Francia.
Como los desposados pertenecieran, uno a la religión católica y otro a la reformada, hubo de recurrirse para la autorización a Gregorio XIII, que ocupaba por entonces la Sede Pontificia. Pero la dispensa tardaba y tal retraso llegó a inquietar en sumo grado a la reina de Navarra, quien un día expresó al rey Carlos IX sus temores de que no fuera concedida, a lo que el rey tuvo a bien contestar:
-No os preocupéis, mi buena tía: os respeto más que al Papa y amo a mi hermana más de lo que parece. No soy hugonote, pero tampoco soy tonto, y si el señor Papa pretende hacerse el remolón, yo mismo cogeré a Margarita del brazo y la llevaré hasta el templo protestante para que se case con vuestro hijo.
Estas palabras circularon por el palacio y por la ciudad, regocijando profundamente a los hugonotes y procurando graves motivos de intranquilidad a los católicos, que ya se preguntaban en secreto si el rey les traicionaría o si sólo estaba representando una comedia que tendría a la postre cualquier desenlace inesperado.


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