Las ruinas de Tiahuanaco

Las ruinas de Tiahuanaco

Las ruinas de Tiahuanaco

  • Autor:
    Bartolome Mitre
  • ISBN:9788497703048
  • Colección:Clásicos de la literatura
  • Categoría:Calificadores de LUGAR; Estilos de vida, aficiones y ocio; América; Viajes y vacaciones
  • Temática:Literatura clásica de viajes, Bolivia
  • Páginas:31
  • Idioma:Español / Castellano
  • Editorial:Vision Libros
  • Código de Producto:700
  • Disponibilidad: Disponible
  • Formato de este producto: PDF
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En la mañana del día 1º de enero de 1848, cruzaba de sur a norte en dirección a Tiahuanaco la altiplanicie boliviana, que se levanta a más de 4000 metros sobre el nivel del mar, circundada por un horizonte de montañas que miden hasta 23.000 pies ingleses de elevación. Tenía a la vista los tres gigantes de los Andes: el Illimani, el Sorata y el Huayna-Potosí, cuyas crestas resplandecientes se perdían en las nubes; se extendía a mis pies una llanura inmensa y árida, y teníamos sobre nuestras cabezas el cielo más espléndido y transparente del universo. No creo que exista en la naturaleza un paisaje más agreste, más triste ni más grandioso a la vez.

Es sin duda el rasgo más prominente en la geografía de la América meridional, aquel círculo de montañas que se eleva en su centro, como una corona mural de almenas aéreas engastadas de eternas nieves. Determinan este relieve orográfico las dos grandes cadenas de la cordillera de los Andes, que se bifurcan en las fronteras de la República Argentina y vuelven a reunirse en la sierra del Bajo Perú, cerrando sus eslabones de granito entre los 15 y 20 grados de latitud sur. Fórmase así una especie de inmenso torreón elíptico, cuyo recinto lo constituyen las mismas montañas que avanzan sus contrafuertes por todo el continente. Dentro de este circuito se desenvuelve a la manera de una vasta plataforma, que tiene alguna analogía con la del Tíbet, la altiplanicie del Alto Perú, que ha dado su nombre geográfico a esta encumbrada región, y que mide más de cien leguas de extensión en su eje mayor y como treinta a cuarenta de ancho, envolviendo por una parte al Cuzco y por la otra a Potosí.

Casi en el centro de este llano andino, y como a cuatro leguas del famoso lago de Titicaca -fabulosa cuna de la civilización incásica- yacen las no menos famosas ruinas del templo de Tiahuanaco, que por su antigüedad y sus misterios, así como por la originalidad de su arquitectura, ha sido llamado la Balbek americana.

Las ruinas de Tiahuanaco, con sus elevados terrados o túmulos artificiales, sus largas columnatas, sus pórticos monolitos, sus murallas ciclópeas, sus ídolos fantásticos, sus estatuas colosales, sus misteriosos subterráneos, sus correctos bajorrelieves, sus columnas geométricas, sus acueductos en embrión y sus símbolos mudos, son otros tantos enigmas de una civilización extinta, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, y cuya remota memoria habían perdido millares de años antes del descubrimiento de América hasta los mismos habitadores del suelo.

Estas ruinas prehistóricas, testimonios de una raza constructora, más adelantada que la que encontraron los descubridores españoles en el Perú, son anónimas como las de Mitla, de Palenque y de Copan, y su carácter más primitivo y severo, indica que son más antiguas.

La creencia vulgar que ha atribuido estos monumentos a los quichuas bajo el reinado de los Incas, no tiene fundamento alguno; y la crítica de acuerdo con la cronología ha despojado a estos hasta de la paternidad de las grandes construcciones que se encuentran a inmediaciones del Cuzco, centro de su gobierno. Ni tiene más valor la opinión sostenida por algunos arqueólogos americanistas, de que los templos de las islas de Titicaca, cercanos a Tiahuanaco, sean obras suyas, bautizando gratuitamente su estilo con la denominación de arquitectura quichua.

La opinión, al parecer más autorizada, que atribuye a los aymaraes las construcciones de Tiahuanaco, no tiene mayor consistencia. Esta raza, considerada como autóctona bien que no primitiva, era la que ocupaba el territorio al tiempo de ser conquistado por los Incas, es decir como trescientos años antes del descubrimiento. Nada indica que hubiese conocido un estado de sociabilidad más adelantado que el que entonces tenía -compuesta de agricultores y pastores, carecía de tradiciones guerreras, siendo sus implementos de labranza lo mismo que sus armas, de piedra y palo- dispersa en una dilatada superficie, no tenía centros de población ni gobierno central -con aptitudes para imitar, su mente no era susceptible de elevarse a la concepción arquitectónica- su idioma no da testimonio de que tuvieran nociones de las formas de piedra que pueblan las ruinas. Aun los mismos monumentos relativamente modernos, que parecen ligarse como una reminiscencia vaga a sus tradiciones más lejanas, son construidos de barro endurecido, y no se han encontrado en ellos sino los productos de la tierra cocida; y es de notarse que estos monumentos sean sepulcrales (chullpas), y se encuentren con frecuencia en la altiplanicie en grandes grupos, formando necrópolis o verdaderas ciudades de muertos.


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