El sochantre de mi pueblo

El sochantre de mi pueblo

El sochantre de mi pueblo

  • Autor:
    Gines Alberola
  • ISBN:9788497701716
  • Categoría:Ficción y temas afines; Ficción: general y literaria
  • Temática:Ficción moderna y contemporánea: general y literaria
  • Páginas:84
  • Idioma:Español / Castellano
  • Editorial:Vision Libros
  • Código de Producto:691
  • Disponibilidad: Disponible
  • Formato de este producto: PDF
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- I -

Limpia como los chorros del agua y madrugadora como las alondras del campo, Isabel, de antiguo había puesto singular empeño en que la escuela regentada por su padre apareciese a diario, desde el amanecer, con el bruñido brillo que los almireces, velones, calderas, sartenes, perolas, ollas, platos, aparecían colocados por los testeros de la cocina y sobre el pretil de la chimenea, en la parte de casa reservada a la familia.

La escuela, como el hospital, como la cárcel, como el cementerio, como todos los establecimientos públicos por las regiones meridionales, carece en absoluto no ya de esplendor, sino hasta de condiciones higiénicas. Se cuidan más los ediles, con su alcalde a la cabeza, en las horas del reparto territorial de favorecer los intereses propios que los del amigo; y mas los intereses del amigo que los del pueblo. Se atiende allí con mayor solicitud a los gastos de cualquier fiesta religiosa que a los gastos de cualquier mejora pública.

Pocos espectáculos tan tristes como los ofrecidos por los ayuntamientos de los pueblos, aun en sus mis solemnes sesiones. No se discute allí por el bien común, sino por el medro y la granjería particular. No libran los ediles unos con otros altas polémicas que tengan por fin mejorar el estado de una población más o menos populosa, pero al fin y al cabo de una población entera, se pelean como lobeznos hambrientos por repartirse el botín municipal. Los nombramientos de este alguacil, de aquel sereno, de tal escribiente, de cual sepulturero, interesan más, mucho más que el medio y manera de allegar recursos para cosa tan innecesaria, a su juicio, como un establecimiento de educación intelectual.

Así no podéis imaginaros lo que es una escuela en tales regiones de natural descuidado e indolente. La gloriosa revolución nuestra, que, entre otras varias ventajas, trajera un relativo culto a la enseñanza, barrió inveteradas supersticiones e hizo que tales públicos establecimientos cobrasen, en parte, si no esplendoroso, decente aspecto. Por la época en que nosotros colocamos la acción de esta novela, y en el villorrio donde pensamos desarrollar las escenas más interesantes, sus moradores, salvas honrosas excepciones, imaginaban pecaminosa y de nocivas resultas la enseñanza para la mujer. Educados en las más burdas supersticiones por el egoísmo de un clero ultramontano, quien pretendiera lucrarse a costa de la ignorancia, los pobres aldeanos tomaban como sinónimos instrucción y prostitución, tal vez por la natural consonancia que guardan entre sí ambos vocablos. Y si había quienes transigiesen con la lectura, no había quienes transigiesen con la escritura. Aun se podía consentir que la mujer leyera, pero no se podía consentir que la mujer escribiese. La posesión de tales rudimentos en la soltera equivalía a un diploma de perdición segura; mientras en la casada equivalía a tener patente manifiesta de infidelidad conyugal. Quien evita las ocasiones, evita los peligros. Y peligros innumerables, en sentir de aquel vulgo, ignaro, encerraban los signos convencionales de la escritura. La casta doncella, que, recluida en el interior de su hogar, celada por sus padres, vive segura, como perla preciosísima en su concha de nácar, hasta donde no pueden ni los ojos más codiciosos llegar, cae rendida a veces a la lectura de cualquier billete amoroso, lleno de dulces promesas, de tiernos conceptos, de amantísimas frases. La fiel esposa, aun aquella que rodeada de sus hijos cifra en estos retoños de su corazón su ventura, puede con facilidad rendirse en una mala hora y a impulsos de una mala tentación, frecuentes hasta en los santos, a las palabras escritas en un trozo de papel por este afortunado y diestro libertino. Lo mejor, pues, para evitar contingencias de todo en todo nefastas al bello sexo, azar difícil de guardar, el mejor expediente resultaba negarles todo medio de comunicación secreta con sus semejantes. Así, para evitar una desventura problemática, sumían por aquel entonces las mujeres en la ignorancia más completa, que es la mayor desventura posible aquí en el mundo.


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