La gran aldea costumbres bonaerenses

La gran aldea costumbres bonaerenses

La gran aldea costumbres bonaerenses

  • Autor:
    Lucio Vicente Lopez
  • ISBN:9788497701938
  • Categoría:Estilos de vida, aficiones y ocio; Ficción y temas afines; Viajes y vacaciones; Ficción: general y literaria
  • Temática:Ficción moderna y contemporánea: general y literaria, Literatura clásica de viajes
  • Páginas:37
  • Idioma:Español / Castellano
  • Editorial:Vision Libros
  • Código de Producto:733
  • Disponibilidad: Disponible
  • Formato de este producto: PDF
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  • Sin Impuesto:1.24€
- I - Dos años hacía que mi tío vivía en mi compañía cuando de pronto una mañana al sentarnos a almorzar, me dijo:

-Sobrino: me caso...

Cualquiera creería que me dio la noticia con acento enérgico. ¡Muy lejos de eso! Su voz fue como siempre suave, e insinuante como un arrullo, pues mi tío, aunque tenía el carácter del zorro, afectaba siempre la mansedumbre del cordero.

¿Y qué tenía de particular que mi tío se casara? ¡Vaya si lo tenía! Había cumplido los cincuenta y ocho años y apenas hacía dos que mi tía había muerto. ¡Mi tía! ¡Ah! ¡el corazón se me parte de pena al recordarla!... Una señora feroz, hija de un mayor de caballería que había servido con Rauch, que había heredado el carácter militar del padre, su fealdad proverbial, un gesto de tigra, y una voz que cuando resonaba en el histórico comedor de su casa, hacía estremecer a mi tío, y el temblor de la víctima trasmitía el fluido pavoroso a los platos y a las copas que se estremecían a su turno dentro de los aparadores al recibir en sus cuerpos frágiles y acústicos el choque de la descarga del terror conyugal.

Así se pasaban las cosas cuando mi tía Medea, purificaba sobre la tierra a su marido. El espanto dominaba toda la casa: los antiguos retratos al óleo de sus antepasados, y hasta el del feroz mayor de caballería, tiritaban entre los marcos dorados, y perdían la tiesura lineal y angulosa del pincel primitivo que había inmortalizado aquellos absurdos artísticos: los muebles tomaban un aspecto solemne, y parecían por su alineación severa, la serie de los bancos de los acusados: los relojes se paraban, los sirvientes ganaban los confines de la casa mi tío, que comenzaba por esbozar una súplica en su rostro de marido hostigado durante años, concluía por doblar el cuello y hundir su barba en el pecho, ni más ni menos que una perdiz a la que un cazador brutal descarga a boca de jarro los dos cañones de la escopeta. Las imprecaciones y los gritos estentóreos de mi tía Medea se prolongaban hasta altas horas de la noche; tenía unos pulmones dignos de alimentar el órgano monstruo de Albert Hall; y sus iras inclementes y casi mitológicas, brotaban de sus labios como un torrente de lava hablada, en medio de gesticulaciones y de ademanes dignos de una sibila que evacua sus furores tremendos.

Una mujer como mi tía tenía que ser, como fue, de una esterilidad a toda prueba. Hasta los quince años yo tuve vehementes dudas sobre su sexo; aquel retoño de los Atridas no dio fruto a pesar de mi tío.

Mi tío estaba lejos de ser un apóstol, pero era un santo.

El débil de mi tío era el amor, y esto explicará por qué es, que a los dos años de viudez acaba de declararme que se casa. Mi tío era un alfeñique delante de una mujer bonita. Decir que se derretía sería poco, se revenía, se volvía una celda de miel. Al oír una voz juvenil brotando de una garganta esbelta y alabastrina, al ver un cuerpo elástico y nervioso modelado por los contornos de la carne viva y suave a la presión, mi tío, que era flaco y alto como un junco de las islas, gemía involuntariamente como una arpa eólica, y, no contento con saborear la estatua con los ojos, cedía sin querer el brazo a los movimientos irrespetuosos de la electricidad animal y gustaba de tocar el buen señor.


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