INTRODUCCIÓN Al tender en el siglo XVI una mirada filosófico por todos los continentes europeos, por todo el antiguo mundo, el alma del hombre sensible se reconcentra melancólicamente, y su corazón late agitado. No era sólo en España donde se sintiera con horror, entre el crujido de las armas sarracenas, el duro yugo del feudalismo, y después la tiranía de los reyes; no sólo las comarcas españolas se estremecieran al contemplar las espantosas escenas con que el negro fanatismo ensangrentara la pura y dulce religión de Jesús; el antiguo mundo envuelto en densas tinieblas de ignorancia, presentaba por do quiera el más desconsolador espectáculo; y graduar la conducta de los hombres públicos de aquella triste época, por la moralidad y filosofía de nuestro siglo, sería incurrir en gravísimos errores. El héroe más eminente del siglo XVI, sería el que más en heroico grado poseyera el fanatismo religioso de su época, junto con el feroz arrojo personal en los combates.
En tan negros momentos fue cuando la audacia de los europeos los condujo hasta los continentes del Nuevo Mundo. Aquellas remotas playas, llenas de candidez y de inocencia, formaban la antítesis más espantosa con el ennegrecido corazón de sus descubridores. Pero no; lejos de nosotros la idea de copiar las nefandas escenas que el sensible filósofo Raynal ha descrito en su historia, de los establecimientos europeos en las dos Indias; lejos de nosotros seguir las huellas de Robertson en su historia de América, lejos de querer al fin, con fantasía ardiente, recargar el horror de lamentables épocas. Si el deber, empero, de historiadores novelistas nos hiciese tocar los hechos, será con la ligereza posible, y sin recargar sus negras tintas.
Todas las naciones de Europa fijaron establecimientos de mas o menos importancia en el Nuevo Mundo, y todos los europeos ensangrentaron sus comarcas; pero solo los españoles dominaron en él vastos imperios e inmensos continentes, y las arenas de las nuevas playas, bastaran apenas a numerar los hechos de valor y las hazañas de los héroes castellanos. Familiarizados con la guerra, en ochocientos años de combates con los sarracenos; avezados a la persecución y exterminio de los idólatras de Mahoma, preciso fuera que desplegaran en las nuevas regiones, con los adoradores de otros ídolos, aquel mismo carácter de terror y de crudeza que les era ya propio y natural con el trascurso de tantos siglos. Los ilustres caballeros en que pudieran brillar las cortas virtudes de aquella época, avezados aun a las brillantes cruzadas, abandonaban los peligros de las ondas a codiciosos aventureros, que ansiaban más el oro y las riquezas, que los antiguos laureles de los campos de Palestina.
Los españoles, sí, con los instintos feroces de aquellos siglos ensangrentarían con horror los nuevos continentes; pero sus crímenes serían siempre crímenes del siglo XVI, crímenes comunes a todos los europeos que invadían el Nuevo Mundo, crímenes propios del fanatismo de aquellos tiempos de ignorancia y de error; crímenes al fin de aventureros, que como todos los aventureros de Europa, volaban a la muerte, o a saciar su ambición en los tesoros de la virginal América; pero si las primeras páginas de la historia del Nuevo Mundo pudieran sernos enojosas, a las españolas debieron al fin aquellas regiones el amor a la libertad, y la pureza del cristianismo que los han conducido a la civilización e independencia: y hoy podemos satisfechos decir a la Europa entera, nos llaman nuestros hermanos.